AUTOR: Héctor Dupuy, Geógrafo, profesor na Universidad de la Plata
El 2016 es un año muy particular en lo que hace a la situación mundial y, muy especialmente, para América Latina. Pero, entre el conjunto de noticias y experiencias verdaderamente impactantes que nos ha tocado vivir, se encuentra el hasta ahora tramo final de las negociaciones de paz de la República de Colombia entre dos fuerzas político militares hasta hace poco totalmente antagónicas: el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo, que llevaron a cabo un enfrentamiento armado que se viene prolongando por más de cincuenta años y que deja consecuencias sociales, humanas y económicas catastróficas.
Este proceso habría culminado, el pasado 12 de noviembre, con la firma del Nuevo Acuerdo, modificatorio del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, suscrito a su vez por los representantes de ambas fuerzas el 24 de agosto de este mismo año y que fuera rechazado por la mayoría de los votantes que participaron del plebiscito realizado el 2 de octubre. Cabe recordar que el porcentaje contrario al Acuerdo alcanzó el 50,21 %, habiendo sufragado sólo el 37,44 % de los votantes registrados.
Si bien el proceso parece estar llegando a su fin, al menos en términos militares tradicionales, su complejidad no asegura un final definitivo o, al menos, no parece resolver las causas que lo motivaron. Ambas partes han declarado en innumerables ocasiones su decisión de sostenerlo y respetarlo y han procurado crear los instrumentos necesarios para que esto se produzca. Asimismo, el documento firmado y reformado, recientemente, ha introducido salvaguardas legales y posturas ideológicas fuertemente equilibradas como para que el resultado pueda ser lo más auspicioso posible.
Un conjunto de apartados documentales dan solidez jurídica dando como resultado un documento muy completo con referencia a salvaguardas políticas de ambas partes y de aplicación fuertemente progresista en cuanto a sus planteos sociales y económicos.
Los apartados atañen a los siguientes aspectos: Reforma Rural Integral (Hacia un nuevo Campo Colombiano), Participación Política (Apertura Democrática para Construir la Paz), Cese al Fuego y de Hostilidades Bilateral y Definitivo y Dejación de las Armas, Solución al Problema de las Drogas Ilícitas, Acuerdo sobre Víctimas del Conflicto (Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición), Apartado para la Implementación, Verificación y Refrendación, con documentación protocolar y de aplicación formal.
En este conjunto podemos distinguir, como se expresa más arriba, cuestiones de fondo que hacen a exigencias de ambas partes. La introducción de una nueva perspectiva en cuanto a la estructura agraria y a las condiciones del campesinado, sosteniendo principios como la igualdad y el enfoque del género, el bienestar y el buen vivir, la restitución de tierras y el restablecimiento de los derechos a las víctimas del conflicto, el derecho a la alimentación, la participación del campesinado en el planeamiento de las políticas agrarias, la garantía de un desarrollo sostenible, el impulso a infraestructuras indispensables y otros beneficios a los sectores más vulnerables permiten a las FARC avanzar hacia una solución de las causas históricas del conflicto.
Asimismo, el sector insurgente se asegura una apertura que le permite un piso de participación política, junto con su subsistencia, la legalización de su miembros (bajo condiciones de un escaso riesgo de represalias jurídicas) y el consiguiente reconocimiento de su actividad en el marco del sistema democrático liberal, a la vez que impulsa una reforma política que brinde seguridades a la oposición y a los dirigentes de partidos y movimientos políticos y sociales, generando una serie de mecanismos que materialicen tales seguros, a la vez que permitan perseguir legalmente a las denominadas Organizaciones Criminales, entre ellas a las bandas sucesoras de las Autodefensas Unidas de Colombia, supuestamente desmovilizadas bajo el gobierno anterior.
Por su parte, el Gobierno Nacional logra en principio, el único objetivo material concreto e inmediato, el cese al fuego y de las hostilidades y la dejación de las armas por parte de las FARC. Ha sido la base esencial de las negociaciones y, tal vez, su mayor ganancia. Junto con este objetivo, otro de importancia es la propuesta para la solución al problema de las drogas, con lo cual se asegura contrarrestar el apoyo financiero que esta producción beneficiaba a los insurgentes. Asimismo logra evitar el pedido inicial de las FARC para la convocatoria de una asamblea constituyente y la incorporación del Acuerdo al texto Constitucional, la cual fue uno de los puntos rechazados por los votantes del No.
La pregunta es, entonces, ¿que significación tiene la paz en Colombia en este momento?
Preexistencia del conflicto
Los medios han ejercido una influencia extraordinaria, ayudados incluso por muchos especialistas, comentaristas, formadores de opinión y personas de buena voluntad, en el sentido de mostrarnos un proceso de paz que, antes que nada, es nada más ni nada menos que eso, “un proceso de Paz”. La concepción pacifista extrema, muy acorde y sensible a esta época tan plagada de conflictos de dimensiones horrorosas, nos ubica en la preexistencia de un concepto de “Paz” por encima de todo análisis. No importa cuáles han sido las causas, las vicisitudes, las marchas y contramarchas; no importa cuál ha sido o cuál es el conflicto. La “Paz” se encuentra por encima de todo eso. Se trata de terminar con el conflicto de cualquier manera, a los efectos de alcanzar esa “Paz”.
Por supuesto, esta idea, de profundo arraigo, choca con los que desean alcanzar una paz justa de conformidad a las motivaciones originarias, en este caso la lucha contra la opresión y explotación de sectores muy vulnerables de la población campesina colombiana, no muy alejada de las situaciones que viven las poblaciones rurales del resto de Latinoamérica, las demás clases populares de este subcontinente o la explotación de grandes masas de trabajadores o desocupados en el resto del Tercer Mundo.
Para los luchadores por la mejora social, por el desarrollo igualitario de los derechos humanos, por la justicia para innumerables personas que se encuentran al margen de los adelantos del progreso y de las mejoras alcanzadas después de muchos siglos por la sociedad, la paz no es sólo un objetivo en sí mismo si no se alcanza con un verdadero sentido de justicia. Justicia para los oprimidos vivos y justicia para los que dejaron su vida por tan altos principios.
De más está decir que esta paz no puede satisfacer a aquellos que se vienen esforzando para impedir este progreso. Se trata de viejas y nuevas clases opresoras que saben que la igualdad social no es otra cosa que la derrota en sus intentos por alcanzar los máximos niveles de eficiencia y competitividad en sus negocios. Estos son los sectores que, exigen una justicia ciega, sorda y muda sobre todos los insurgentes, considerándolos como asesinos comunes, arrastrando tras de sí a una gran cantidad de personas que adhieren a estos principios sin comprender que, tarde o temprano, serán los mismos que esgrimirán estos sectores poderosos para ejercer su opresión sobre sectores medios, profesionales, comerciantes o pequeños industriales. Esto sin considerar que aquellas acciones lamentables y aún horrorosas practicadas por los combatientes, se iniciaron para contrarrestar episodios de extremada injusticia e inequidad, de flagrante violencia practicada contra los oprimidos de todo tipo y con la unidad de todos los sectores oligárquicos y el beneplácito de los poderes instalados muchos kilómetros al norte.
Realizar una diferenciación tan marcada no pretende ocultar los horrores de la guerra. Saldos cuantitativos computados sólo desde 1985, con más de 6 millones y medio de desplazados, 162 mil desaparecidos, más de 100 mil familias que perdieron sus propiedades, 90 mil atentados y combates, más de 90 mil secuestros, 14.216 denuncias de delitos contra la libertad y la integridad sexual, más de 10 mil muertos por minas o explosivos sin detonar, casi la misma cantidad de personas torturadas, casi 8 mil niños y adolescentes involucrados en las acciones bélicas (en su mayoría por las FARC), ejemplifican, a medias, la magnitud de las depravaciones cometidas por todas las partes. Es sabido que, iniciada una guerra, el mantenimiento de las acciones destructivas de todo tipo se van justificando, cada vez más, en la espiral de violencia que se acrecienta y en las propias acciones cometidas tanto como en el compromiso asumido con los muertos y desaparecidos.
Sin embargo, insisto en este punto. En un proceso violento de este tipo, al inicio de las acciones las fuerzas son exageradamente desiguales. Por lo tanto, la elección de la violencia por parte del sector más débil, para la cual los más pobres tienen escasas posibilidades de optar, implica un proceso de empoderamiento en el cual cada paso implica un nuevo compromiso con la opción elegida y cada vez menos posibilidades de diferenciar los métodos utilizados.
El sector más poderoso, aliado y comprometido con los sectores hegemónicos a escala mundial, en especial con los mecanismos del mercado internacional, suele tener, asimismo, escasos márgenes de opción aunque cuenta a su favor con un andamiaje legal, político e institucional que le permitiría mayores posibilidades de negociación racional a las cuales no ha estado decidido a recurrir, salvo en contadas oportunidades. La actual sería una de ellas. Por lo tanto, el nivel de responsabilidad en los horrores antes enumerados es, a todas luces, mucho mayor.
El factor territorial
El análisis del conflicto, tanto en sus aspectos reivindicativos como en el proceso de una lucha táctica y estratégica, nos introduce en el interrogante acerca de las posibilidades reales para que un grupo insurgente pueda oponerse, durante un largo período histórico, a fuerzas aliadas al poder hegemónico mundial. En la escala mundial, la existencia de una potencia que controla, en mayor o menor medida, el orden geopolítico internacional, como lo es Estados Unidos desde la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, generando alianzas entre las potencias de segundo orden, disciplinando a las potencias regionales y controlando política, económica e ideológicamente a todo el continente americano, dificulta notoriamente las posibilidades de cualquier fuerza local, nacional o regional para desarrollar una lucha contrahegemónica. Si bien el inicio de las hostilidades entre las FARC y el Gobierno colombiano se produjo en el marco de un orden geopolítico bipolar, con la presencia de la URSS, una potencia antagónica, menor pero poderosa, las posibilidades de acción en una región del Planeta alejada de sus estrategias territoriales y con un Estado aliado, con una voluntad inquebrantable, como lo es Cuba, aunque de escasa entidad espacial y estratégica no presagiaban un futuro promisorio para una experiencia apoyada en una escalada bélica como la que planteaban los insurgentes. El fracaso de casi todos los otros intentos de insurgencia bélica en América Latina testimonia esta apereciación.
Sin embargo, tanto la experiencia colombiana como otras excepciones, la propia Cuba, Nicaragua y, en parte, El Salvador, abren este interrogante. No se trata aquí de reivindicar esta estrategia que ha dejado saldos demasiado nefastos para nuestra región, sino de tratar de comprender la importancia de las acciones políticas contrahegemónicas desarrolladas en diversas escalas pero de acción plenamente territorial.
Al respecto, retomando los estudios e interpretaciones realizadas sobre el espacio geográfico por Henri Lefebvre (1974, 1976), sobre el territorio por Claude Raffestin (1980), sobre la geopolítica por Peter Taylor (Taylor y Flint. 2002) o sobre la conceptualización de la actual etapa en el proceso de acumulación capitalista (Arrighi. 1999), se puede afirmar que, mientras los procesos de concentración de poder por parte de potencias hegemónicas de escala mundial se desarrollan en relación con el gran mercado financiero transnacional, ámbito en el cual se producen tales proceso de acumulación más allá del espacio geográfico concreto, el territorio se convierte en un objeto en el que se reproducen las contradicciones entre capital y trabajo y que, en muchas oportunidades reacciona contra el orden establecido por aquellas.
Así lo han intuido la mayor parte de los grandes movimientos políticos y sociales y también sus expresiones económicas, más allá de haber logrado parcialmente o no sus objetivos. De manera que la lucha de los campesinos colombianos y de todas las fuerzas populares de ese país pueden vislumbrar que los logros de este Acuerdo de Paz se encolumnan en el sentido de esas luchas, más allá que sus protagonistas no hayan concitado un apoyo popular generalizado y efectivo y que sus métodos hayan contribuido a la desgracia de numerosas familias populares. No se trata, pues, de reivindicar el método ni elogiar como grandes héroes a los miembros de las FARC, sino de comprender el momento y la oportunidad histórica así evidenciada.
El futuro incierto
Sin embargo, al igual que muchos episodios en las luchas populares, la llegada de esta oportunidad no se produce en el mejor momento ni podrá aprovecharse en un marco de virtual equilibrio de fuerzas. Después de más de una década de esfuerzos latinoamericanos para sostener experiencias progresistas en un buen número de sus Estados y malogrando muchos de los intentos para impulsar un proceso de integración económica, social y política en el cual se pudieron visualizar instancias sumamente promisorias, como la aparición de la UNASUR, el ALBA o la CELAC, que llegaron a mediar, en más de una oportunidad en el conflicto colombiano o los avances del MERCOSUR, buena parte de nuestro subcontinente ha caído nuevamente en manos de la derecha oligárquica y los sectores aliados al capital transnacional.
En particular el mismo gobierno colombiano es parte de este contexto, diferenciando apenas un ala negociadora, artífice del Acuerdo, y otra refractaria a toda apertura que impidió la posibilidad de festejar debidamente la aprobación del texto originario. Estos sectores generan grandes dudas sobre una auténtica aplicación de los diversos Apartados del documento recientemente aprobado. La pertenencia de Colombia al sector más neoliberal de América Latina, asociado a la Alianza del Pacífico, versión actual del fallido ALCA, es sólo un aspecto de la propuesta norteamericana de gran desarrollos comercial y financiero asomado a ese océano a partir del Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica (TPP). Si bien Colombia no ha suscrito esta propuesta, la política impulsada desde Bogotá se encuentra en sintonía con dicha política estratégica, lo cual no resulta una buena noticia para la población colombiana y, en particular, para sus campesinos.
Por otra parte, la aplicación de las diversas cláusulas del Acuerdo de Paz se encuentra claramente supeditada a las relaciones de poder que existan en los ámbitos institucionales (legislativos y judiciales) y en su aplicación efectiva por el Poder Ejecutivo, el cual será durante bastante tiempo de difícil acceso por parte de las fuerzas progresistas.
En cambio, la única cláusula efectiva del Acuerdo, la “dejación de las armas”, asegura a las fuerzas del poder la imposibilidad de defensa de los militantes populares, los cuales vienen siendo perseguidos y eliminados por las bandas criminales herederas de las fuerzas paramilitares. El futuro, así, se presenta incierto. Sólo un cambio de situación regional podría colaborar con los esfuerzos que realizan los movimientos progresistas colombianos para alcanzar una aplicación real y efectiva de todas las propuestas que tanto sufrimiento y sangre han significado par ala querida patria hermana.
Bibliografía
Arrighi, G. (1999) El largo siglo XX. Dinero y poder en los orígenes de nuestra época. Madrid: Akal.
Dupuy, H. (2000) “Viejas y nuevas perspectivas para el estudio de la Geografía política”. En: Geograficando. Aportes para la enseñanza de la Geografía. La Plata: Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Universidad Nacional de La Plata.
Lefebvre, H. (1974) La production de l´espace. París: Anthropos.
Lefebvre, H. (1976) Espacio y política. El derecho a la ciudad II. Barcelona: Ediciones Península
Raffestin, C. (1980) Pour une géographie du pouvoir. París: Librairies Techniques.
Taylor, P. y Flint, C. (2002) Geografía política. Economía-mundo, Estado-nacion y localidad. Madrid: Trama Editorial